Martín Hache es la vida, es la nostalgia, es el
reencuentro. Martín es un adolescente que no tiene ni pajolera idea de adónde va
ni de dónde viene. Martín es un señor, un señor pero con mayúsculas, de esos que
usan un saco y ostentan de laboro, pero en cambio se queda como niño cuando le
exigen exigirse a sí mismo. Martín es la huída de la ciudad, es la añoranza.
Martín no es una persona, son miles. Martín eres tu. Martín es esa bellísima
dama a la que no consigues sacar, ni conseguirán nunca, de esos malditos antros
de música punk. Martín somos todos los “tarados”que descubrimos a Borges en la
senectud (sí todos igual de celosos de ti Buenos Aires, que todos queremos para
nosotros solos, imposible aprender de todo lo malo). Martín es una vida que pasa
poco a poco, tan sibilinamente que nunca fuimos conscientes de lo que perdimos
en ese acantilado al borde de la locura, el de las rocas escarpadas, al borde de
los meteoritos que destruyeron la tierra. Martín es Johnny rehabilitado, porque
algún día lo necesitó y descubrió aquél adolescente del que nunca debió
desprenderse.
Martín Hache es una película argentino-española
de 1997 que me enseñó a vivir de otra forma.
Martín Hache es una película de Adolfo
Aristarain, pero son tantísimas cosas que uno se queda corto al intentar
resumirlas, porque Martín son tantos personajes, tantas vidas, que uno es
incapaz de no verse identificado entre sus estrambóticos personajes.
Porque todos sentimos la necesidad de explotar
que Alicia acaba llevando a cabo, porque no nos sentimos queridos. Porque Marina
nos abandonó, no nos quiso, se fue con aquél maldito imbécil que pitaba faltas y
tarjetas, y jamás la recuperamos. Una vez vino y nos miró mal y no paramos ni
una, porque esa es Alicia, ella jamás levantó cabeza, Y tú por supuesto
tampoco.
Martín Hache es una sentencia de muerte, es un
puñetazo en la boca del estomago, ahí, justo en la entrepierna también, donde
más duele, y te dice lo que sientes, pero sin tapujos, te dice lo que hay y ya
está. Que ya está bien de esconderse detrás de tonterías, detrás de excusas,
detrás de esa timidez congénita, y transgénica también, de esas barcas y
traineras que te cruzaban la bahía para reencontrarte con la nostalgia. Una
nostalgia ya perdida, de padres que te piden que SEAS o que LEAS o que VIVAS o
que HONRES, que les demuestres que SIRVES de algo. Que ya está bien de eso.
Martín Hache son tejados sin ornamentos, son
tejados sosísimos, sí oigan sí, de esos tejados que están tan horrible y
absolutamente desubicados que dejan huella en uno mismo. Martín Hache son el
olor a mar, a humedad, ese olor que en los días de verano se hace insoportable,
se te mete entre los huesos y te impide escapar, recordando aquéllos
maravillosos días (al son de Joe Cocker por supuesto).
Pero llega un día en que todo cambia, en que Joe
Cocker se convirtió en un vejestorio del que casi nadie sabe, en que Loquillo
apareció en entrevistas de Libertad Digital, días en que el Nueva Visión cerró
sus puertas. Llegaron los días en que reapareció un acantilado al final del
camino, con un sendero ineludible plagado de moras azules y amoratadas, al final
del cual sólo cabía el abismo.
Esos días en que el camino te dirige hacia la
“merca” hacia el dealer de nariz puntiaguda que te pregunta por ti, porque sabe
que no podrás negarte mucho más. 37 pastillas y ron, la mezcla que nunca
falla.
Todo ello es Martín Hache.
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