Argo se presenta como una de las
grandes apuestas de cara a la temporada de premios (para empezar, ya ha
conseguido 5 nominaciones en los Globos de Oro) y seguramente es la
consolidación como director de Ben Affleck en la que es su tercera película.
Estamos ante un thriller
trepidante desde el principio, y eso es, quizás, lo mejor de Argo: que no da
tregua. Hay que destacar también otras
cosas positivas de la película: la ambientación, que es magnífica; hacer que
parezca sencillo lo que realmente es muy complejo gracias a la manera en la que
se cuentan las cosas en el guión; las interpretaciones son todas correctas –que
no brillantes- exceptuando, precisamente, la del propio director, que es también el protagonista y que nunca ha terminado
de convencerme como actor. Que alguien le diga a Ben Affleck que deje de actuar de una vez
por todas y se dedique a dirigir en exclusiva, que lo hace mucho mejor.
La historia, quizá por inverosímil
más real que la ficción, es la de seis diplomáticos estadounidenses que
tuvieron que ser rescatados de Irán haciéndose pasar por un equipo de cineastas
canadienses en 1979, cuando los seguidores del Ayatolá Jomeini ocuparon la embajada yanqui para pedir la
extradición del Sha de Persia, en uno de los momentos de máxima tensión entre
ambos Estados.
Con pequeños toques de humor gracias
a los tejemanejes de los productores de Hollywood (dios salve a Alan Arkin), tiene
también una parte dramática innecesaria, la de ese padre heroico separado de su hijo. Pero sobre todo tiene tensión, una
tensión sincera que es lo que engrandece la película, la que hace que haya un
momento en el cine en el que sientas cómo el corazón se acelera, en el que
deseas que se acabe o terminarás gritando por no poder aguantar el ritmo. Por
eso merece la pena.
Después del visionado, y siendo
sincero, os diré que le busqué los “peros” y le encontré tantos que se me
amargó el buen sabor de boca. Para empezar, los minutos finales, que amenazan
con estropear el conjunto. Un epílogo dulzón que es casi imposible de digerir,
incongruente, en ese intento de hacer la película “para todos los gustos”, “para
él y para ella” que sólo consigue desprestigiar los productos cinematográficos made in Hollywood. Esta no es una
película para comer palomitas, porque con el ritmo del thriller corres el
riesgo de atragantarte, pero parece que a Affleck le pesa demasiado la
nacionalidad capitalista y parece que al final se vende para vender. Lástima.
Tampoco terminó de agradarme la
visión que se da del pueblo iraní, eterno enemigo de Estados Unidos y que
Affleck expone como si de demonios se
tratara, de burdos malvados y salvajes que queman una bandera estadounidense al
principio, la misma bandera que ondea reluciente al final, porque los estadounidenses son todos angelitos benevolentes que desean la paz y el desarrollo para todo el mundo. A punto están de
sobrevenirme vómitos. Tan carente de matices me parece, de un reduccionismo tal
que lo mejor es obviarlo para no echar por tierra una película que merece la
pena ver, de verdad, aunque dista bastante de ser la obra maestra que muchos decían que
era.
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