Tengo la impresión de que la prensa especializada
estaba ilusionada con el regreso de Lawrence Kasdan, que dirigió grandes
películas en los años 80 y 90, pero que, con su anterior producción, El
cazador de sueños, allá por 2003, lo único que consiguió fue un aluvión de
críticas negativas. No logro entender el porqué de esa ilusión, si con
un póster y un título tal (en inglés: Darling companion) ya me
imaginaba yo que la película no sería más que otra comedia para olvidar. Ni tan
siquiera Diane Keaton y Kevin Kline, dios les perdone, consiguen elevar el
filme, un buen ejemplo del vano esfuerzo por entretener y el fracaso a la hora
de hacer reír.
La película comienza cuando Beth (Keaton) y su
hija rescatan a un lindo animal -perro- herido en la carretera con temperaturas
muy frías. La hija se casa -previsiblemente- con el veterinario y poco después
de la boda, el papá (Kline) -que en un principio no quería a Freeway (así se
llama la mascota, al menos en la versión original) aunque después le coge
cariño- le pierde (o se escapa, puntualicemos, el muy “hijo de mala perra”) lo
que hace que el matrimonio, junto con sus cuñados (Dianne Wiest y Richard
Jenkins) y su sobrino -y una empleada del hogar que resulta ser una gitana
rumana con poderes- emprendan la búsqueda del perro. Ahí es ná. Esto
mismo se puede contar en una sola frase: Un perro se pierde y su familia
lo busca. Lo lógico, vamos. Digamos que esa búsqueda constituye en sí
misma el núcleo central de la película, a pesar de que la intención del director
apuntaba a llevar el filme por otros derroteros: la sensación de soledad cuando
los hijos abandonan el hogar, la falta de vitalidad en un matrimonio que lleva
décadas casado, esas cositas típicas que pasan a los papuchis
cuando superan los 60. Aunque de todo esto que el director quería
transmitir digamos que “mucho te quiero perrito, pero pan poquito”.
Todo es tan previsible que ni las risillas que en
algún instante pueden nacer consiguen eliminar la sensación de sopor
infernal que acecha al espectador. Un espectador desconcertado por
enfrentarse -sí, porque hay que tener lo que hay que tener para ir a una sala de
cine y pagar los 8 eurazos que cuesta la entrada (queridos, fui al pase de
prensa, si ya habéis pagado por verla no me odiéis demasiado)- a una
película de entretenimiento que no entretiene, que parece familiar pero
si yo tuviera hijos -dios me libre muchos años- no les llevaría a las salas
porque dicen algún taco que otro que no me gustaría que escucharan y porque es
una lástima ver a unos actores de la talla de estos señores ver hacer bodrios de
tal calado. Con lo que ellos han sido, con los grandes momentos que Diane Keaton
nos ha regalado de la mano de Woody Allen, una Keaton joven que me fascinó en
Manhattan y me enamoró en
Annie Hall. Pero es
que la pobre – incluso sería justo decir desgraciada, porque lo suyo es una
desgracia como otra cualquiera – lleva haciendo una década el mismo papel, con
matices, por supuesto. Pues al final va a tener razón Glenn Close y los mejores
papeles de más de 50 años se los lleva siempre Meryl Streep.
Bueno, ¿qué? ¿nos animamos a ir al cine a ver
esta o nos decantamos por alguna que otra película mejor
de la cartelera? A mí, eso sí, luego no me vengáis con reproches.
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